Presencia Indomable- Facetas de un Hombre Bravo

Existe un puente construido de orilla a orilla sobre el continente americano que une las playas miamenses con las rocosas y agrestes orillas californianas; puente suspendido de las cortinas azules de América. Lo cruzan dos viajeros, el uno del Mar de Colombia y el otro de la Tierra Nicaragüense. No se conocen, ni en retrato. Pero se conocen al abrigo de las Musas. Portan alas diferentes para volar destinos parecidos, destinos diferentes, destinos parecidos. Ave Viajera recuerda especialmente en esta última edición del 2003, a Adán Torres, poeta, escritor de protesta, exilado que no acaba de irse de su patria, compositor carente de orquesta cuya presencia en nuestra ventana cibernetica supera pero nunca copará, las capacidades de nuestra correo electrónico. Su e-mail "box" contiene 485 mensajes,( en sdolo doce meses) con sendos contenidos de poemas, rebeldías, tormentos, ansiedades, desatinos, bravuras, aciertos y locuras. La mesa está servida para el festín de palabras de este hombre "Indomable". Hoy publicamos su último aporte del año, un manjar nativo, hecho con " masa de tiste batida con molinillo, olor a a sardinas secas, a cebollas y repollos, a quesoahumado, a coyoles en miel, a mangos, guayabas y bananos recién cortados, a hojuelas, aturrones de trigo bañados con miel negra de ata., concebido solamente por un maestro del folclore nicaragüense.

LOS PARQUES OLVIDADOS DE MANAGUA, NUESTRA CAPITAL

No sé por qué, pero siempre que se acerca la Navidad me acuerdo de Managua, nuestra linda y querida capital, destruida, desgraciadamente, por un horrendo terremoto que dejó muchos miles de muertos y una igual cantidad de heridos. Para cualquier niño, lo más atractivo de una ciudad son los parques y yo no era la excepción, por eso escribiré de ellos en esta pequeña narrativa.

Presentia cuando vosotaba el parque Rubén Darío que el personaje que inspiraba el romántico lugar, lo llenaba con musas, arpas, liras, coronas de olivos y blancas palomas, y que su legado era para todos los hombres, nicaragüenses o no, que visitaban el pequeño lugar. Contiguo al parque Rubén Darío quedaba el parque Central o parque de las tortugas; una pila de agua cristalina salpicaba con cristales acuosos un encantador puentecito que la cruzaba; desde allei, los niños y adultos capitalinos podíamos admirar una notable cantidad de tortugas del Lago Xolotlán, unos cuantos lagartos negros y también y cuajipales, que se se mantenían casi siempre escondidos debajo del puentecito; recuerdo como me me fascinaba buscar en las copas frondosas de los árboles, ardillas, perezosos y pájaros cantores, esos de plumajes de diversos colores; decían que en este parque habían hasta monos araña y monos cara blanca, pero la verdad, yo nunca los vi.

Bajando por la acera del Palacio del Ayuntamiento, frente al Lido Palace y la Casa del Águila, propiedad de la familia Palma Ibarra, quedaba el parque Frixione; su mayor atracción eran los bellísimos árboles de Almendro y la vía del ferrocarril por donde pasaba la vieja locomotora con sus chorros de vapor esparcidos a los lados, mientras lanzaba al aire su estridente pito de aire anunciando su partida hacia La Paz Centro, León, Chinandega y el precioso Puerto de Corinto; pero lo más encantador que tenía el parque Frixione, era una anciana delgada, de cabellos crespos, vestida nítidamente y cubierta con un delantal impecable; sobre su batea, se vendían, jocotes con sal gruesa de mar, mamones, mangos pelados, coyolitos, membrillos, lecheburras, cajetas de coco, cartuchos de maní y cajas de chicles Adams, rosadas y amarillas.

Al este de Managua quedaba el parque Candelaria; ahí se había quemado una antigua iglesia católica, quedando solamente algunas paredes calcinadas; me preguntaba si en esos escombros se ocultaría alguna antigua leyenda macabra de La Colonia, y daba rienda suelta a mis suposiciones y temores propios de mi temprana edad.

Frente a la Iglesia de Santo Domingo de Guzmán quedaba el parque del mismo nombre; la peculiaridad de este parquecito era que una pequeña callecita media luna le daba un encanto español, puro, macizo, realzado por las estructuras sevillanas de las casas de tejas arábigas a su alrededor, las veraneras (Buganvillas) de bellos y diferentes colores que adornaban los apretados patiecitos y las verjas exteriores de las viviendas, algo asi, como lo aprendi un día cualquiera, semejante a las calles de Triana sobre el Gualdalquivir, allá en Andalucia.

Por los lados montañosos de la ciudad existía el parque Lilliam; no creo que este pequeño parquecito se llame ahora asi. El lugar se distinguía por su olor peculiar a pasta de lustrar y a anilina negra o café; los lustradores eran abundantes pues allí se lustraban las botas de los oficiales y clases de la Guardia Nacional de Nicaragua; seguramente en dicho parquecito lustraba sus botas Tomás Borge Martínez, aquel sargento del somocismo.

Las calles más transitadas de Managua eran las que cubría la Avenida Roosevelt que subía de la Plaza de la República hasta la calle de La Explanada, donde empezaba a perder todo su encanto ante la barrera fronteriza, aparentemente invisible entre lo civil y lo militar. La calle de La Explanada hacia occidente se convertía en calle Colón, invadida de farmacias y boticas; sobe ella se levantaba la muy conocida Panadería Leytón. Otra calle, la 15 de Septiembre era la más extensa y albergaba a casi todo el comercio de la industria del cuero; me acuerd de, el Calzado Pantoja y La Casa del Lagarto; también existían muchas joyerías de muy buena calidad; ésta calle y la Roosevelt eran las que se vestían de lujo en la Navidad. La Avenida Bolívar corría paralela a la Roosevelt; alli quedaba el Teatro González y el Club Internacional. Famosa era también la calle El Triunfo, que servía de salida al tráfico de Managua hacia la carretera sur; Su atractivo principal era la Destilería Nacional y su plaga de bazuqueros.

Tres mercados suplían las necesidades básicas de los Managuas, el mercado Central y el San Miguel, y el mercado Boer; los dos primeros estaban enclavados en el propio corazón de Managua y eran alegrísimos, jamás podré olvidarlos mientras viva. Allí se vendían desde tiradoras, hasta libros usados en perfecto estado; el frito y el chicharrón eran deliciosos con tortilla caliente, y la masa de tiste batida con molinillo dentro de una jícara real, era de superior calidad; allí olía a sardinas secas, a cebollas y repollos, a queso ahumado; pero también a coyoles en miel, a mangos, guayabas y bananos recién cortados, a hojuelas, a turrones de trigo bañados con miel negra de atado de dulce, a alfeñique, a caña de azúcar, a limones dulces, y a la fragancia de la flor del Madroño.

El Mercado Boer ayudó un poco a descongestionar los mercados detallados, hasta el año de la Navidad Negra, el día del terrible terremoto que asoló nuestra querida Capital. Casi todos los comerciantes de Managua empezaron en estos dos viejos mercados, eran más bien Tianguis. Julio Martínez tenía ahí un negocio de reparar bicicletas hasta que se le ocurrió la gran idea de importar motocicletas Honda del Japón y allí cambió su suerte y convirtió su nombre y apellido en un gran emporio. Los baisanos árabes y turcos empezaron en las aceras de ambos mercados vendiendo sus telas al menudeo, mas luego convirtieron sus negocios ambulantes en grandes almacenes al mayoreo. Los orientales también empezaron en estos dos mercados vendiendo Chow-mein, Chow-sui y sopas de mariscos Wan-tan, construyendo después, con sus excelentes ganancias, bellísimos restaurantes tipo pagodas chinas.

Managua era alegrísima en tiempos de Navidad; la plaza se iluminaba de bujías blancas, lo mismo el Palacio Nacional, que fue construido durante la Administración Zelaya; el Club Managua era casi Patrimonio Nacional, ¡bellísimo!, con un jardín matizado de una extensa variedad de rosas fragantes, separadas por pasillos decorados con ladrillos de cerámica importada; y aquellas hermosas mesas cubiertas con impecables manteles blancos, la verdad, ¡un verdadero primor!

El viento que venía del Lago de Managua era un poco frío y traía aromas de uvas, manzanas y peras, que se vendían por libra y por docena a los clientes que podían darse el lujo de pagar al mayoreo por aquellas delicadezas; para los que no podían pagar de esa forma, unas vivanderas capitalinas se las ingeniaron para vender en sus bateas dichas frutas al menudeo, así que, a sus clientes pobres les vendían por tan sólo un córdoba, una docena de uvas metidas en los paquetitos cuadrados de celofán que habían servido de envoltorio a las cajetillas de cigarrillos de diferentes marcas y sabores; y las peras y manzanas también por unidad, dependiendo a cómo las vivanderas habían comprado las cajas importadas a los grandes mayoristas del mercado.

A nuestra Managua, Capital de Nicaragua, llegaban de todo pueblo y ciudad, obreros y campesinos, ganaderos y gentes pudientes para hacer sus compras navideñas; la actividad comercial era febril y a veces se mantenían abiertas las tiendas hasta altas horas de la noche. Desde Guatemala, El Salvador, Honduras, Costa Rica y Panamá, venían a comprar y a pasar vacaciones navideñas, los turistas centroamericanos. Los edificios y tendidos eléctricos se llenaban de golondrinas, y de los edificios y casas de dos pisos se escuchaban salir al viento citadino los villancicos navideños y los cánticos de La Purísima o Gritería: "Navidad, Navidad, hoy es Navidad" o, "ese cabellito rubio, que te cuelga por la frente, parecen campanas de oro que van llamando a la gente".

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Había calor humano entre los nicaragüenses que vivíamos en la vieja Managua. El siete de diciembre la gente comía gratis desde golosinas, como gofios, leche burras y cajetas de cocos; frutas, como trozos de caña, naranjas y limones dulces, hasta platos de comida como, arroz a la valenciana, arroz con pollo, indio viejo, nacatamales y carne asada con gallo pinto. Y luego los cohetes, triquitraques, buscapiés, candelas romanas; aquello era un espectáculo espectacular, no puedo describirlo de otra forma; el viento frío caracoleaba sin rumbo fijo haciendo mover inquietas y hacia todos lados las banderitas ensartadas en las naranjas y los limones dulces. Era aquello una velada fabulosa, un nocturnal que deseabamos por aquel entonces que fuese eterno o que se convirtiese en un óleo plasmado por un pintor de la calidad, por ejemplo de de Armando Morales. Hoy, regreso a Managua... y me siento niño nuevamente. (Un día, llegó el terremoto, y acabó con todo, pero no voy a hablar de él, no, porque yo quiero recordar a Managua. ¡Cómo la describí "de niño"!

Sigue: Leyendas de Playa con aproximamientos de tierra